lunes, 12 de marzo de 2018

Memoria e Historia

Marina Franco y  Florencia Levín: El pasado cercano en clave historiográfica (fragmentos)
Capítulo incluido en  Franco, M. y Levín, F. (comp.). Historia reciente. Perspectivas y desafíos para un campo en construcción. Buenos Aires, Paidós, 2007 
Tiempo, historia e historiografía 
Es un dato de nuestros tiempos que el pasado cercano se ha constituido en objeto de gran presencia y centralidad, casi de culto, en el mundo occidental. Se trata de un pasado abierto, de algún modo inconcluso, cuyos efectos en los procesos individuales y colectivos se extienden hacia nosotros y se nos vuelven presentes. De un pasado que irrumpe imponiendo preguntas, grietas, duelos. De un pasado que, de un modo peculiar y característico, entreteje las tramas de lo público con lo más íntimo, lo más privado y lo más propio de cada experiencia. De un pasado que, a diferencia de otros pasados, no está hecho sólo de representaciones y discursos socialmente construidos y transmitidos sino que está además alimentado de vivencias y recuerdos personales, rememorados en primera persona. Se trata, en suma, de un pasado “actual” o, más bien, de un pasado en permanente proceso de “actualización” y que, por tanto, interviene en las proyecciones a futuro. Hoy en día, diversas prácticas sociales y culturales, así como un número creciente de disciplinas y campos de investigación, hacen del pasado cercano su objeto e incluso a veces su excusa y medio de legitimación. La memoria, en primer término, como práctica colectiva de rememoración, intervención política y construcción de una narrativa impulsada por diversas agrupaciones e instituciones surgidas tanto de la sociedad civil como del Estado, parece tener la voz cantante en este vuelco hacia el pasado reciente. Asimismo, la tematización de aspectos de ese pasado en el cine (ficción y documental) y la literatura, la aparición de un sinnúmero de estudios periodísticos, la construcción de museos y memoriales, los encendidos debates públicos y sus repercusiones en las columnas de los diarios, así como el auge de los testimonios en primera persona de los protagonistas de ese pasado, dan cuenta de su creciente preponderancia en el espacio público. 
En el terreno estrictamente historiográfico, el acrecentado interés por este pasado cercano se ha manifestado en el renovado auge de un campo de investigaciones que, con diversas denominaciones –historia muy contemporánea, historia del presente, historia de nuestros tiempos, historia inmediata, historia vivida, historia reciente, historia actual– se propone hacer de ese pasado cercano un objeto de estudio legítimo para el historiador. Lejos de tratarse de una cuestión trivial o anecdótica, la gran diversidad de denominaciones demuestra la existencia de algunas dificultades e indeterminaciones a la hora de establecer cuál es la especificidad de este campo de estudios. En efecto, ¿cuál es el pasado cercano? ¿Qué período de tiempo abarca? ¿Cómo se define ese período? ¿Qué tipo de vinculación diferencial tiene este pasado con nuestro presente, en relación con otros pasados “más lejanos”?  Un camino posible para responder estos interrogantes es tomar la cronología como criterio para establecer la especificidad de la historia reciente. Si bien ésta es una opción posible y de hecho bastante utilizada, existen sin embargo algunos problemas. Para empezar, a diferencia de otros pasados más remotos sobre los cuales se han construido y sedimentado, no sin dificultades y disputas, fechas de inicio y cierre, no existen acuerdos entre los historiadores a la hora de establecer una cronología propia para la historia reciente (ni a nivel mundial ni a nivel de las historias nacionales). Además, aun si se resolviera el problema de establecer las fronteras cronológicas precisas, nos enfrentaríamos al hecho de que al cabo de un cierto tiempo (cincuenta o cien años, por ejemplo), ese pasado hoy considerado “cercano” dejaría de ser tal. En consecuencia, el objeto de la historia reciente tendría una existencia relativamente corta en cuanto tal.  Estas dificultades muestran que la cronología no necesariamente es el camino más adecuado para definir las particularidades de la historia reciente. Por eso, a la hora de establecer cuál es su especificidad, muchos historiadores concuerdan en que ésta se sustenta más bien en un régimen de historicidad particular basado en diversas formas de coetaneidad entre pasado y presente: la supervivencia de actores y protagonistas del pasado en condiciones de brindar sus testimonios al historiador, la existencia de una memoria social viva sobre ese pasado, la contemporaneidad entre la experiencia vivida por el historiador y ese pasado del cual se ocupa. Desde esta perspectiva, los debates acerca de qué eventos y fechas enmarcan la historia reciente carecen de sentido en tanto y en cuanto ésta constituye un campo en constante movimiento, con periodizaciones más o menos elásticas y variables (Bédarida, 1997: 31).  Por otra parte, si consideramos el conjunto de investigaciones abocadas al estudio del pasado cercano encontramos que los criterios antes mencionados suelen estar atravesados por otro componente no menos relevante: el fuerte predominio de temas y problemas vinculados a procesos sociales considerados traumáticos: guerras, masacres, genocidios, dictaduras, crisis sociales y otras situaciones extremas que amenazan el mantenimiento del lazo social y que son vividos por sus contemporáneos como momentos de profundas rupturas y discontinuidades, tanto en el plano de la experiencia individual como colectiva. Si en la práctica profesional el predominio de estos temas es un fenómeno recurrente, lo cierto es que no existen razones de orden epistemológico o metodológico para que la historia reciente deba quedar circunscripta a eventos de ese tipo. Finalmente, y en estrecha vinculación con lo anterior, parece evidente que otro elemento que sin duda interviene en el establecimiento de lo que es considerado “pasado cercano” es la apreciación de los propios actores vivos, quienes reconocen como “historia reciente” determinados procesos enmarcados en un lapso temporal que no siempre, y no necesariamente, guardan una relación de contigüidad progresiva con el presente, pero que en definitiva para esos actores adquieren algún sentido en relación con el tiempo actual y eso es lo que justifica el vínculo establecido (Visacovsky: 2006). En suma, tal vez la especificidad de esta historia no se defina exclusivamente según reglas o consideraciones temporales, epistemológicas o metodológicas sino, fundamentalmente, a partir de cuestiones siempre subjetivas y siempre cambiantes que interpelan a las sociedades contemporáneas y que trasforman los hechos y procesos del pasado cercano en problemas del presente. En ese caso, tal vez haya que aceptar que la historia reciente, en tanto disciplina, posee este núcleo de indeterminación como rasgo propio y constitutivo. A pesar de ello, lo cierto es que la historia reciente, en tanto disciplina, tiene ya una trayectoria relativamente larga dentro de la historiografía occidental contemporánea cuyos orígenes se remontan a las experiencias inéditas y críticas de la Primera Guerra Mundial, la Gran Depresión y poco después la Segunda Guerra Mundial (…).
Ahora bien, si la historia reciente constituye un campo que tiene más de medio siglo de vida la pregunta que surge es por qué ahora, en los últimos tiempos, ha cobrado aún más vigor. La respuesta a este interrogante es ciertamente compleja y sólo puede esbozarse teniendo en cuanta una multiplicidad de procesos y variables.  En primer lugar, es preciso mencionar las profundas transformaciones que han afectado por entero al mundo y a nuestras representaciones sociales sobre él. En una dimensión amplia y secular, la sucesión de masacres modernas y organizadas –entre ellas, las guerras mundiales, el Holocausto y los sucesivos genocidios– a lo largo de este último siglo (de cuya repetición y lógica sólo se ha tomado conciencia recientemente) ha puesto en cuestión el presupuesto del progreso humano acuñado en los siglos precedentes. Así, la toma de conciencia de esta nueva realidad ha enfrentado crudamente a la humanidad con la necesidad de comprender su pasado cercano. Junto a ello, la crisis y descomposición del bloque de los países del Este, la crisis sostenida del capitalismo a nivel internacional y, más recientemente, la reinvención de un nuevo enemigo para Occidente y la reconstitución de un escenario bélico mundial, han terminado de derrumbar las viejas certezas y han dejado lugar a nuevas incertidumbres que impactan fuertemente, entre otras cosas, en las modalidades a partir de las cuales las sociedades occidentales se relacionan con su pasado (dentro de las cuales la historia es tan sólo una).
 (…)
Algunos desafíos para la historiografía de la historia reciente 
Dadas las peculiaridades de la historia reciente, fundamentalmente las que se derivan de su particular régimen de historicidad, el trabajo del investigador dedicado al estudio del pasado cercano se ve atravesado por una serie de vinculaciones complejas con un conjunto de prácticas, discursos e interacciones sociales y de su propio tiempo que lo obligan a confrontar con perspectivas diversas y a revisar y reelaborar permanentemente su propia posición y su propia práctica. En particular, nos interesa trabajar la relación de la historia con la memoria, con el testimonio y con la gran expectativa social acerca del pasado cercano que se traduce en una demanda de respuestas e incluso de intervenciones públicas por parte de los especialistas. 
Memoria
Comencemos por señalar que por memoria se puede denominar una amplia y variada gama de discursos y experiencias. Por un lado, memoria puede aludir tanto a la capacidad de conservar o retener ideas previamente adquiridas como, contrariamente, a un proceso activo de construcción simbólica y elaboración de sentidos sobre el pasado. Por otro lado, la memoria es una dimensión que atañe tanto a lo privado, es decir, a procesos y modalidades estrictamente individuales y subjetivas de vinculación con el pasado (y por ende con el presente y el futuro) como a la dimensión pública, colectiva e intersubjetiva (…). Más allá de estas distintas vertientes que aluden a objetos diversos, cuando los investigadores, filósofos o teóricos hablan de memoria pueden estar haciendo referencia a dos órdenes completamente diversos que, sin embargo, pueden guardar entre sí estrechas y complejas relaciones. Por una parte, con frecuencia la noción de memoria hace referencia a una dimensión epistémica que, precisamente, señala esos diversos objetos mencionados - discursos, recuerdos, representaciones (tanto individuales como colectivas)- como así también a un subcampo disciplinar específico que se encarga de su estudio. Pero, en otro orden, la noción de memoria alude a la capacidad y, sobre todo, al deber ético de extraer de la masa informe de los muertos las individualidades y las historias sustraídas (Tafalla, 1999: 90) para restituir, por más imposible que resulte esa tarea, las identidades abolidas y ocultadas por los regímenes de exterminio industrializado. En este caso, la memoria, o lo que muchas veces se denomina “razón anamnética”, constituye un imperativo ético que deriva de la línea del mal radical, de lo inconmensurable, del crimen imprescriptible e imperdonable (Ricoeur, 2000). Estas dos vertientes suelen aparecer entremezcladas, confundidas e indiscriminadas en muchos de los extensos debates teóricos acerca de la memoria.  El espacio privilegiado que el acto de “hacer memoria” –en cualquiera de sus formas: pública o privada, individual o colectiva– ha adquirido en las últimas décadas en las sociedades occidentales ha planteado una suerte de querella de prioridades con la historia, lo cual ha dado lugar a largos y fructíferos y debates.  Sintéticamente, podemos reconocer dos modalidades antitéticas y ciertamente maniqueas de comprender la relación entre la historia y la memoria (considerada, esta última, en su dimensión epistémica): de una parte, están quienes plantean que existe entre ambas una oposición binaria; de otra, quienes suponen que, en definitiva, historia y memoria son la misma cosa. En el primer caso, se opone un saber historiográfico capturado por los preceptos positivistas de verdad y objetividad a una memoria fetichizada y acrítica. En el segundo, se entiende que la memoria es la esencia de la historia y, por lo tanto, se da por supuesta una historia ficcionalizada y mitificada (LaCapra, 1998: 16-19).  Sin embargo, es posible (y deseable) superar estas posturas simplistas a partir del reconocimiento de que historia y memoria son dos formas de representación del pasado gobernadas por regímenes diferentes que, sin embargo, guardan una estrecha relación de interpelación mutua: mientras que la historia se sostiene sobre una pretensión de veracidad, la memoria lo hace sobre una pretensión de fidelidad (Ricoeur, 2000), pretensión ésta que se inscribe en esa dimensión ética de la memoria mencionada más arriba. En esta lógica de mutua interrelación, la memoria tiene una función crucial con respecto a la historia, en tanto y en cuanto permite negociar en el terreno de la ética y de la política aquello que debiera ser preservado y transmitido por la historia (LaCapra, 1998: 20).  Desde el punto de vista de la historia, la relación con la memoria puede ser establecida de diversas maneras: la historia puede cumplir un importante papel en la construcción de las memorias en la medida en que su saber erudito y controlado permite “corregir” aquellos datos del pasado que la investigación encuentra alterados y sobre los que se construyen las memorias (Jelin, 2002). Pero este rol de la historia como “correctora” no debiera suponer el   establecimiento de una contraposición entre “la verdad” de la historia frente a las “deformaciones” de la memoria. De otro modo, se caería en la ilusión de que la historiografía puede independizarse de la memoria y, sometida a sus propias reglas de validación, liberarse de la selectividad y la subjetividad que gobiernan la memoria. Como es fácil advertir, este vínculo entre historia y memoria no es nada sencillo y la confrontación es casi inevitable cuando las reglas de la producción historiográfica sitúan al historiador en una visión diferente y a veces opuesta a la de otros actores que brindan sus testimonios sobre los mismos hechos y procesos que aborda el investigador (Pomian, 1999:379-80).  Por su parte, la memoria puede ser muy útil para reconstruir ciertos datos del pasado a los cuales es imposible acceder a partir de otro tipo de fuentes (Jelin, 2002) aunque, ciertamente, los historiadores deben recurrir a una serie de resguardos metodológicos ya que los individuos no son repositorios pasivos de datos históricos coherentes y asequibles sino que, en su proceso de recordar, las subjetividades, deformaciones, olvidos y ambigüedades se cuelan a veces incluso de modo solapado (James, 2004: 127; Portelli, ob.cit.). Sin embargo, como dice Alessandro Portelli, la importancia del testimonio oral no reside tanto en su “adherencia al hecho” como en su alejamiento del mismo, cuando afloran la imaginación, el simbolismo y el deseo. En este caso, las fuentes orales, basadas en las memorias individuales, permiten no tanto, o no sólo la reconstrucción de hechos del pasado, sino también, mucho más significativamente, el acceso a subjetividades y experiencias que, de otro modo, serían inaccesibles para el investigador (Portelli, 1991: 42-43). Así, esta puerta que abren la memoria y el testimonio oral constituye la base de una vertiente muy rica y en pleno auge de una historiografía que toma la subjetividad como un objeto de estudio tan legítimo como cualquier otro.  Ahora bien, si la singularidad y trascendencia de la memoria para cada persona que ha vivido una experiencia es inobjetable, el fin de la historiografía no es dar cuenta de esa trascendencia sino pensar, enmarcar, “normalizar” en una cierta lógica lo que para cada individuo es excepcional e intransferible (Traverso, 2005). En ese sentido, la historiografía debe “servirse” de la memoria sin necesariamente rendirse ante ella, debe guardar el respeto por esa singularidad intransferible de la experiencia vivida, pero no puede, sin embargo, entregarse a ella completamente. 

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